Escribir para los niños es quizás una de las tareas más difíciles que existen. Determinar cuál es el tono, el lenguaje, el tema, el enfoque y el vocabulario adecuados para la edad de quienes escogimos como lectores es una labor que nunca se terminará de inventar y sobre la que nadie tiene la última palabra.
Esta es una labor de prueba y error. Libros con contenidos novedosos y arriesgados a veces terminan convirtiéndose en los favoritos de los niños, mientras que otros aparentemente seguros y “correctos”, pueden fracasar en cautivar a aquellos lectores que aunque no alcanzan a tener un metro de altura, tienen grandes exigencias y opiniones.
Se trata de lograr el equilibrio entre lo que entretiene y atrapa y lo que educa e invita a la reflexión y a la conversación. Los recorridos por las librerías y bibliotecas nos dan miles de ideas sobre la forma y la estrategia de comunicación de los autores y artistas que se dedican a este oficio tan noble y tan complejo, y decidirse por algún libro para comprar es casi imposible.
Sin embargo, no quiero hablar aquí de los escritores profesionales que se dirigen a los niños a través de la palabra impresa y de las imágenes.
Quisiera mas bien hablar de la escritura cotidiana. De la que se hace con lápiz y papel.
¿Cuándo fue la última vez que le escribiste a tu hijo?
La pregunta es muy seria. Sin importar la edad de nuestros hijos (y en general de las personas importantes en nuestras vidas) ni la distancia que nos separa de ellos, hemos perdido la costumbre de poner sobre un papel las palabras y enviarlas en un sobre cerrado.
En el jardín infantil de mi nieta de tres años se inventaron un ejercicio muy ingenioso. Cada niño tiene un buzón en el aula de clase en el que los viernes pueden aparecer cartas (o no) de los padres, los parientes y los amigos del niño. Cualquier adulto puede escribir y hacer llegar la carta al jardín y las profesoras leen al niño con gran seriedad los mensajes recibidos.
No me imagino la emoción que puede significar para un niño el hecho de recibir una carta (y también la frustración de que el buzón esté vacío, es cierto). El concepto completo de una carta personal es algo que no tiene paralelo en los nuevos medios tecnológicos. No es un email, no es un post, no es un mensaje de texto, no es un tuit. No es instantánea, no es efímera. Podría decirse que una carta es eterna.
Muchos de nosotros (los del milenio pasado) conservamos cartas manuscritas o a máquina en cajones de recuerdos y cada vez que las miramos renace la voz de quien nos escribió. No son sólo las palabras que contiene sino el hecho de imaginar a la persona escribiéndolas, reflexionándolas, borrándolas o tachándolas para cambiarlas por otras más apropiadas.
Y entonces cabe pensar por qué no somos capaces de hacer lo mismo hoy en día. Deshacernos del procesador de texto y el auto-corrector para confeccionar una pieza de lectura para la eternidad. Sentarnos frente a una hoja del más fino papel o de una arrancada de un cuaderno, tomar la más costosa pluma o el bolígrafo de anotar los encargos del mercado, ensayar la mejor caligrafía o simplemente dejar que la mano se exprese libremente… y escribir. Las palabras se irán impregnando en el papel con una contundencia que no se puede reproducir en ninguna pantalla.
Pero el proceso no para allí. Hay que conseguir un sobre que proteja el mensaje durante su travesía y lo conduzca hacia su destino. Hay que… ¡saber el destino! Apuesto a que casi nadie se sabe la dirección exacta de su nieto, su sobrino, su hermano e incluso sus padres (si ya no viven en la casa en la que crecimos). La dirección postal de las personas se volvió un dato que sólo saben los bancos y las empresas de servicios públicos que son las únicas criaturas prehistóricas que envían cartas.
Entonces la carta está lista, el sobre cerrado, la dirección rectificada y sólo falta llevarla a la oficina de correo (¿existe?) o a la tienda de la esquina que representa a algún servicio de mensajería. Ya no es fácil conseguir estampillas y su uso y apreciación están a punto de extinguirse, lo que es una gran pérdida para la historia humana, pero eso es tema para otro escrito. En fin, la carta se va.
Ahora imaginemos el momento de la recepción de nuestra carta. Hago una pausa dramática para que cada lector saboree el momento…
Mi invitación es entonces a volver a escribir a los que queremos, especialmente a los niños más pequeños. Volvamos a usar esas tecnologías arcaicas, lentas y artesanales que hacían que cada momento de comunicación fuera complejo, premeditado, construido y disfrutado en cada una de sus etapas.
Rescatemos esa experiencia especialmente para los niños. Estimulemos la costumbre de sentarse a escribir en un papel, en un cuaderno, en un diario de recuerdos. Si les llegó una carta, lo más natural es que haya que responderla en la misma forma. Hagamos todo el proceso con ellos si son muy pequeños. Escribir, sellar el sobre, enviarlo, esperar.
Recibir correo es una de las más grandes sensaciones que puede haber en la vida. No permitamos que muera aplastada por la efímera comunicación electrónica.
Guillermo Ramírez
A propósito:
Con nuestra revista CUCÚ, queremos rescatar esa sensación de recibir correspondencia. Por eso enviamos las revistas a los niños a sus casas. Cada edición tiene además un anexo para papás, así que la correspondencia es para todos en casa.
Adquiere una CUCÚ y cada edición que lleve el cartero a tu casa será un gran evento para tu niño. Además, por cada revista vendida, otro niño recibe también su revista en guarderías y jardines de integración social.
Hola Guillermo
Qué idea tan bonita. Me he dedicado a escribir cuentos infantiles. Inclusive Random House me publivo 2 . Pero el contrato ya terminó asi que puedo disponer de ellos. No sé si de alguna manera pudieramos colaborarnos mutuamente.
Un abrazo enorme para todita la familia
Charito
Claro que sí, Charito. Muchas gracias por tu comentario. Estaremos en contacto.